La tesis que preside este análisis es que la corrupción no es un comportamiento ocasional y aberrante de unas personas o grupos sino el cumplimiento del destino actual del orden económico capitalista. De aquí que no se trate de describir prácticas y usos corruptos sino de profundizar en la condición sistémica del fenómeno contemporáneo de la corrupción. Su efecto más patente, su consecuencia más verificable es el volumen total que representan las actividades conjuntas de la economía, que de manera lata podemos llamar paralela, entendiendo por tal la que generan la economía ilícita y la economía criminal. El contenido principal de la primera lo conforman el fraude y la evasión fiscal; la segunda está constituida por la dimensión económica de las actividades propiamente criminales tales como tráfico de drogas; comercio de seres humanos o de partes de los mismos (tráfico de órganos); robos con violencia; contrabandos y estafas de todo tipo; producción y venta de moneda falsa y en general todas aquellas cuyo objetivo es apropiarse de bienes o productos que tienen un valor por y en sí mismos o que pueden proporcionar una prestación o un servicio de condición ilícita, retribuidos de manera ilegal. Lo que lleva a distinguir entre actividades entera o parcialmente criminales, casi siempre obra de las mafias; y las de las organizaciones criminalizables, que se atribuyen a la delincuencia de guante blanco.
La cuantía económica derivada de ambos sectores, el ilícito y el criminal, es impresionante. A pesar de la extrema dificultad, por razones obvias, de evaluarlo, puede afirmarse, partiendo de las afirmaciones más fiables, que el volumen del dinero negro en circulación supera el 15% del PIB mundial y que la masa dineraria objeto de blanqueo está entre el billón y medio y los dos billones de dólares. Lo que significa que esta realidad económica, al margen de los circuitos de la vida normal de la economía, es ya superior al tercio de la economía legal mundial. Y ello nos plantea la escandalosa cuestión de intentar explicar cómo ha podido llegarse a esta inmensa porquería y como persiste año tras año en estos tiempos de nuestros tan proclamados valores éticos, primacía del derecho y democracia.
Existe un amplio consenso para atribuirlo a muy efectivas determinaciones estructurales y a la ideología económica dominante. Y así la casi total financiarización de la economía, la informatización y los perfeccionamientos técnicos de su tratamiento, en especial en el sector contable; y la generalización de los intercambios informales con el rol dominante de los mercados inmateriales han producido lo que el magistrado francés Jean de Maillard, vicepresidente de la Audiencia Provincial de Orleans, designa en su libro El informe censurado como monopolio legítimo de la ilegalidad. Gracias a él, el Estado se arroga la capacidad de enunciar el derecho y al mismo tiempo transgredirlo, en aquellos ámbitos que considera fundamentales para sus intereses. A estos condicionamientos de naturaleza estructural, se agregan el actual orden geopolítico mundial con la indisputada dominación de la potencia norteamericana y sobre todo la absoluta vigencia del credo ideológico liberal, cuya más acabada expresión económica lo representan los 10 preceptos del Consenso de Washington, formulados por John Williamson, *senior fellow *del IEI de Washington, como quintaesencia en los años ochenta y noventa de la política económica conjunta del Banco Mundial, del FMI y del Departamento del Tesoro de EE UU. Preceptos que pueden resumirse en los tres grandes principios siguientes: libertad total para los intercambios de bienes, capitales y servicios; estricto control presupuestario del gasto público, y una irrestrictiva desreglamentación pública de la vida económica.
Esta entusiasta incitación sin límites ni reglas a intercambiar, negociar y enriquecerse tenía que generar la masa de indecencias con que nos topamos, de las que las publicaciones de la última década sobre los escándalos financieros -Enron, Worldcom, Tyco, Vivendi, Parmalat, BCCI, Citibank y tantos otros- han dado noticia bastante. Sin olvidar los ejemplos extremos de los grandes depredadores mundiales, denunciados por el grupo de expertos de la ONU, creado y presidido por el diplomático egipcio Mahmoud Kassen, entre los que destaca el hombre de los 20 nombres (Victor Bout, Victor Vitali, Victor Sergilov, Victor Butle…) y decenas de nacionalidades, con 19 compañías aéreas y más de 80 aviones, implacable depredador de África, principal responsable del desastre de Congo. Claro que el destape de los escándalos ha tenido graves consecuencias para sus principales promotores y beneficiarios, con presidentes de las sociedades afectadas, no sólo destituidos sino en algunos casos en la cárcel. Pero esto no justifica que algunos responsables del actual orden mundial capitalista como Horst Kohler, director general del FMI de 2000 al 2004, y Kenneth Rogoff, director del servicio de estudios del FMI, se hayan apresurado a hacer una mansa autocrítica con el fin de positivar las capacidades autocorrectoras del sistema. Lo que no parece discutible es que la corrupción autocorregida en sus consecuencias o no, funciona como confirmadora de los grandes propósitos del orden económico dominante. En definitiva, el ejercicio corruptor es la prueba de la eficacia de su funcionamiento: su gloria.
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