Narcotráfico y drogadicción
Dr. Rogelio Arce Barrantes
Nadie que haya experimentado el hambre, aunque sea entre comidas, puede ignorar que no hay malestar más complejo que esa sensación de vacío doloroso en la boca del estómago. Difícilmente podemos entender quienes no hemos experimentado el hambre de verdad, aquella que se da porque escasamente se puede hacer un tiempo de comida al día y una comida que no sustenta, no por dieta ni por ayuno voluntario, sino porque no pueden comer más que esa miseria diaria si es que lo hacen.
Si hemos experimentado la sensación de abandono que sienten los que no tienen donde albergarse, podemos entender qué sienten los que están arrinconados entre cartones bajo alguno de los cientos de puentes y recovecos, no por una noche, sino por meses y años. En las ciudades modernas hemos visto el desplazamiento de los pobres que mendigaban para mal comer por verdaderos ejércitos de pordioseros que lo que buscan es saciar sus ansias de oler “crack”, esta droga considerada la más adictiva de todas ya que solo bastan tres veces que se use para convertirse en adicto, tres veces y la esclavitud para el resto de la vida (si podemos llamar vida a esa manera infrahumana de existencia).
Antes veíamos al borrachito del barrio adelgazarse lentamente mientras dormitaba eternas borracheras en un caño o recostado a una casa; ese cuadro, aunque patético, no representaba más que una molestia porque afeaba nuestro día y nos recordaba lo que podíamos ser si abusábamos de la bebida. No pasaba de ser el problema de doña Nicolasita, la esposa del borrachito, o las Méndez, hijas de aquel otro que en medio de unas charlas de mediana lucidez relataba los dos goles que le metió a aquel portero allá en el Estadio Nacional, para caer en el sopor etílico de nuevo.
Ese cuadro, triste desde luego, no significaba más que una advertencia para los ciudadanos que a diario lidiaban con él o con ella, dándole un cuatro o una peseta para quitárselo de encima, una manera de recordarnos que cualquiera podía llegar a ser un borrachito de barrio.
Todo ha cambiado en todo el mundo, y desde luego las ciudades grandes y pequeñas de Costa Rica no son la excepción, y ahora las cosas son diferentes, ahora vemos por doquier ejércitos de adictos que en un delirio frenético por conseguir la piedra del momento; se prostituyen, roban, matan, hacen lo que sea para los trescientos pesos del viaje al infierno, que es efímero por desgracia para ellos y para nosotros.
De un lado tenemos a los transeúntes pacíficos que tienen que lidiar a diario con esas legiones de adictos agresivos y que envalentonados por la droga no se amedrentan ante nada, para quienes parece no existir más meta que la siguiente piedra (la mano de obra barata de las mafias, dice Andrés Oppenheimer), que no se rigen bajo ningún tipo de norma, que han perdido hace mucho su verdadero yo, su voluntad la han rendido ante la droga que los tiene aprisionados, es una especie de Vudú que hace zombis con una facilidad asombrosa. Por el otro lado, está el lucrativo negocio de las drogas, cuyo subproducto es el crack, la droga de los más pobres, que al final es la que más daño produce, con las colosales fortunas que se mueven tras ese tráfico gigantesco que recorre el mundo destruyendo todo a su paso.
El manejo de la lucha contra el narcotráfico está en manos de las autoridades, que imagino que hacen lo que pueden para controlarlo, no sé, pero supongo que es así. ¿Y el manejo de las huestes de adictos? ¿Se lo dejamos al IAFA? Por buena que sea esa institución, dadas las proporciones de la peste de la drogadicción, no creo que pueda manejar ni la décima parte del problema, mientras sigue “in crescendo” este flagelo.
Dudo que haya otra plaga tan humillante como la adicción y más peligrosa, es la madre de las maras y del robo de celulares a expensas de la vida de inocentes, para conseguir ese viaje al infierno que si no se toma mata y si se toma mata también. ¿Por qué razón el Gobierno no destina los bienes confiscados a los mafiosos para manejar estas personas en sitios adecuados? Hasta donde sé, lo que se confisca son verdaderas fortunas, ¿no sería lo más justo que ellas sirvan para tratar de incorporar a la sociedad a quienes ayudaron involuntariamente a amasarlas a expensas de la pérdida de la voluntad y del dolor de sus familiares? ¿Será que las leyes no permiten usar esos dineros sucios para limpiarles el cuerpo y después el alma a quienes han dado su vida entera a la droga? ¿No pueden legislar en ese sentido los señores diputados? ¿No puede incorporar el Gobierno en sus programas de desarrollo humano y sanitario esos dineros en aras de sacar esa gente del infierno, evitando la megadelincuencia barata?
Ante una persona que ha perdido su voluntad, que está totalmente insano mentalmente, la reclusión en sitios de curación es una obligación, y que no me venga la Sala IV con que no se puede, porque las leyes son para los que están cuerdos, no para quienes ya dejaron de estarlo hace mucho, a estos tenemos que auxiliarlos aunque no lo quieran. Estas preguntas y sus respuestas le quedan a quienes ejercen el poder, ellos son quienes están obligados a responder. Tienen esa obligación con la sociedad entera, es el deber del Estado velar por sus ciudadanos, aunque estén sumidos en ese inframundo de la drogadicción.
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